Por Josefina Alcázar*
Este ensayo analiza la performance como expresión de la era de la intimidad en que vivimos, donde hay una multiplicidad y heterogeneidad de registros y estrategias de autorrepresentación. En la performance autobiográfica se desdibuja la frontera entre lo público y lo privado, expresando la transformación de la subjetividad contemporánea, de una búsqueda de lo vivencial y de una necesidad de publicitar la intimidad. Todo ello a partir de la cotidianidad, de las minucias, no de los grandes sucesos, sino de lo habitual, de los propios acontecimientos. La performance, o arte acción, es un arte del yo que está enmarcada en este contexto de revelación de la intimidad; por lo tanto, se emparenta con diversas formas de búsqueda de la identidad y el autoconocimiento, donde los artistas ponen en escena su propia subjetividad.
La performance autobiográfica desdibuja y franquea la frontera entre lo público y lo privado. En general, el género autobiográfico permite a las personas exhibir su intimidad, exteriorizarla: es un espacio donde lo subjetivo cobra primacía. Los recuerdos, los sentimientos, las vivencias y experiencias son comunicados a los demás. El individualismo es consustancial a la modernidad, de ahí que en esta etapa se dé el auge de la autobiografía, en la que los sujetos hablan de sí mismos, en primera persona, y desvelan a los otros sus pensamientos, su vida y el contexto que los contiene. No es casual que Nora Catelli defina nuestra época como la era de la intimidad (Catelli, 2006). El arte y la literatura han sido los medios para exteriorizar la intimidad. Las mayores fuerzas de la vida íntima, las pasiones del corazón, los pensamientos de la mente, las delicias de los sentidos llevan, dice Hannah Arendt, una incierta y oscura existencia hasta que se transforman, desindividualizadas, en una forma adecuada para la aparición pública. La vida corriente de dichas transformaciones sucede en la transposición artística de las experiencias individuales (Arendt, 1974: 74). Hoy en día, la infinidad de artilugios tecnológicos que permiten transgredir la frontera entre los espacios público y privado cada vez son mayores. La multiplicidad y extrema heterogeneidad de los registros y estrategias de autorrepresentación que existen actualmente nos habla de una transformación de la subjetividad contemporánea, de una búsqueda de lo vivencial y de una necesidad de publicitar la intimidad, todo ello a partir de la cotidianidad, de las minucias, no de los grandes sucesos, ni de figuras heroicas y célebres, sino de lo habitual, de los propios acontecimientos. Esto se inscribe dentro de un proceso de afirmación del sujeto contemporáneo. Guy Debord, desde 1967, anunciaba ya que la sociedad se convertía paulatinamente en una sociedad del espectáculo (Debord, 1999). Hoy, las redes sociales son una plataforma de exhibición de la intimidad. Hay que exhibirse, visibilizarse, para existir. Vivimos en una sociedad expuesta, dice Byung-Chul Han, donde cada sujeto es su propio objeto de publicidad. Todo se mide en su valor de exposición. La sociedad expuesta es una sociedad pornográfica. Todo está vuelto hacia fuera, descubierto, despojado, desvestido y expuesto (Han, 2013: 29).
Lo íntimo y lo privado cobran cada vez mayor visibilidad. Esta intensificación de lo íntimo en la actualidad, esta obsesiva exposición del yo en el espacio público expresa, no solo un cambio más en la historia de la relación entre lo privado y lo público, sino que nos habla de la creciente busca de la individualidad en un mundo masificado. Norbert Elias señala que cuanto más densas son las dependencias recíprocas que ligan a los individuos, más fuerte es la conciencia que estos tienen de su propia autonomía. Esto nos permite entender, según Elias, ese doble movimiento que lleva simultáneamente a la uniformidad y a la individualización y que revierte, por un lado, en una mayor privacidad de la vida, mientras que por el otro no deja indemne ninguna interioridad. La sociedad contemporánea no es solamente el factor de uniformidad, ella es también el factor de individualización (Elias, 1991: 20). El surgimiento de la esfera privada, donde se perfila la naciente subjetividad de lo íntimo, tuvo un papel decisivo en la configuración de la esfera pública burguesa, lo que promovió la aparición de las formas autobiográficas. De ahí que Habermas afirme que «los “públicos racionantes” del siglo XVIII, cuya asociación en ámbitos comunes de conversación ―cafés, clubes, pubs, salones, “casas de refrigerio”― diera lugar al concepto mismo de opinión pública, no solamente ejercitaban allí un “raciocinio político” para poner coto al poder absolutista, sino, de modo indisociable un “raciocinio literario”, alimentado por las nuevas formas autobiográficas, la novela en primera persona, el género epistolar» (Habermas, 1981: 91 citado por Arfuch, 2002: 70). La performance, o arte acción, es un arte del yo que está enmarcado en este contexto de revelación de la intimidad; por lo tanto, se emparenta con diversas formas de búsqueda de la identidad y el autoconocimiento (Alcázar, 2014). El arte de la performance es una forma híbrida que nació rompiendo fronteras, donde el artista[1]1 dejó el lienzo y pasó a la temporalidad, a la presencia, a incorporarse a un mundo donde emerge una compulsión de lo real, lo auténtico, lo vivido, lo experimentado, lo testimonial y donde los artistas ponen en escena su propia subjetividad. El arte aparece encarnado en sujetos reales que acuden al diario, la autobiografía, las confesiones, los testimonios, las memorias desdibujando la frontera entre lo íntimo y lo público, en una exaltación poética del yo. Partiendo de su cuerpo los artistas empezaron a reflexionar sobre la identidad del yo. Algunos optaron por hacer públicas sus preocupaciones privadas, otros usaron su cuerpo como plaza pública para que en él se expresara una identidad colectiva; otros hicieron de su cuerpo un espacio de resistencia, y muchos vieron en su cuerpo un yo en permanente construcción, un yo múltiple y mutable. Hartos de las limitaciones que les imponía su disciplina decidieron pasar del espacio representacional del lienzo al flujo vivo de la presencia.
Esta expansión del yo, esta reconfiguración de la subjetividad contemporánea se manifiesta claramente en la performance, en la que lo público y lo privado están entreverados, lo individual y lo social se entrelazan. Por medio de una intensa reflexividad fusionan el proceso, el contexto social, la conciencia y la acción. En la performance se expresan los sujetos marginados por la modernidad, las identidades excluidas y negadas encuentran una zona de libertad para pronunciarse. El cuerpo cobra protagonismo, ya no es un dato dado, algo exterior. El aparente narcisismo de la época actual lo que expresa es una preocupación por el cuerpo, que había sido considerado únicamente como un receptáculo de nuestra alma interior. Hoy se construye el cuerpo como parte de un estilo de vida, como una elección, como una opción y no se deja como algo dado.
Los artistas, en esta aparente egolatría, lo que hacen es establecer una relación entre su yo íntimo y el compromiso social; es un yo que conecta la esfera privada con el espacio público, un yo proyectado a la comunidad, un yo con proyección estética. Este entrelazamiento de la introspección y el entramado social crea nuevos códigos en el lenguaje del yo. A partir de su cuerpo el artista cuestiona y problematiza la identidad, la memoria, las emociones y los límites corporales, tanto físicos como emocionales. Pero también ponen en duda el arte, su significado y sus parámetros; debaten si el arte debe ser una mercancía; reflexionan sobre la pasividad de los espectadores; en fin, utilizan su cuerpo para exponer e investigar hábitos, prácticas y costumbres rutinarias para hacerlas conscientes y, en su caso, transformarlas.
El cuerpo puesto en juego en la performance no es solo el cuerpo como una realidad última e íntima, sino que es un cuerpo que no se puede separar de su contexto social y moral. Es un cuerpo simbólico que revela temas clave concernientes a la identidad y a la política. En la corporeidad está inscrita una historia, que puede ser resignificada en el presente; pero, también, el cuerpo se puede pensar en y desde la experiencia vivida en el momento de hacer la acción. De ahí que algunos artistas de la performance recurran a las teorías de la fenomenología del cuerpo planteadas por pensadores como Dilthey, Gadamer, Husserl, Merleau-Ponty o Schütz, que les brindan elementos para analizar la dimensión de lo vivido, de lo gozado, sentido y experimentado.
La performance permite abordar el cuerpo desde la experiencia y la sensorialidad, permite que el cuerpo hable a partir de la percepción, la emoción, la afectividad o el sentimiento. Se puede decir que la performance abre una nueva forma metodológica y conceptual para entender el cuerpo experiencial. Al mismo tiempo, la performance permite ver al cuerpo objetivado: medirlo, pesarlo, calcularlo y analizar los límites de su resistencia. Pero en la performance no se entiende la vivencia como una simple práctica despojada de la reflexividad. Es la experiencia en su dimensión ontológica, de ser en el mundo. En su libro Verdad y método, Gadamer señala que «algo se convierte en una vivencia en cuanto que no solo es vivido, sino que el hecho de que lo haya sido ha tenido algún efecto particular que le confiere un significado duradero» (Gadamer, 2003: 97).

Los artistas de la performance hacen su autobiografía con el cuerpo y desde el cuerpo. Hablan de sí mismos y de su entorno; de su historia personal y su historia social; dan testimonio de su vida y su contexto. En la performance, algunos artistas hacen una investigación introspectiva, otros analizan cómo actúan e interactúan con su cuerpo en la vida cotidiana; pero todos van construyendo una autobiografía de su experiencia vivencial. Entretejen simbólicamente el contexto de la vivencia y de los diferentes papeles que asumen en su vida diaria: en la familia, el ocio, el trabajo y en las diversas formas intersubjetivas en que participan (Diego, 2011).
Esta exploración del cuerpo y con el cuerpo, desde las más variadas perspectivas, no está desligada de la vida sino que forma parte de ella. La autorreflexión y el autoconocimiento de sus emociones y sensaciones llevan a los artistas de la performance a una expansión de la conciencia. Carl Gustav Jung, fundador de la psicología analítica, recomendaba a sus pacientes llevar un diario como un modo muy efectivo de abrir las puertas del subconsciente (Bou, 1996: 129). Aunque en la performance hay una finalidad estética, el autoconocimiento es una parte fundamental del proceso.
Los creadores de la performance parten de su cuerpo como soporte de la obra; el cuerpo se convierte en la materia prima con la que experimentan, exploran, cuestionan, intervienen y transforman. El cuerpo del artista es tanto herramienta como producto; son creadores y creación al mismo tiempo. Al tomar elementos de la vida cotidiana como material de su trabajo, exploran la problemática personal, política, económica y social. Gloria Picazo dice que «para muchos artistas, la performance ha sido un medio para explorar la dimensión física del cuerpo; por medio de él, podían expresar toda suerte de sensaciones, de repudios y aceptaciones, y hacer evidente su papel de compromiso con la sociedad. Podríamos hablar de la performance como una de las prácticas artísticas más comprometidas con el yo del artista pues, lejos de posibles recursos externos, en realidad el protagonista básico es el propio artista» (Picazo, 1993: 15).
En la performance el cuerpo es concebido con una plataforma, como material de la obra. El cuerpo no está mediado por el lienzo ni por los materiales de la escultura, sino que se presenta a sí mismo en forma transparente ante la audiencia. Josette Féral señala que «el performer trabaja con su cuerpo como el pintor con la tela. Lo petrifica como materia prima sobre la cual experimenta. Lo inscribe en el espacio, lo saca de él; lo funde en él y lo disuelve; lo explora, lo manipula, lo pinta, lo cambia de lugar, lo corta, lo aísla, lo mutila, lo encierra, lo empuja hasta los límites de la resistencia, del sufrimiento, del asco. Su cuerpo es a la vez el instrumento de la experimentación y el objeto que la soporta, sujeto y objeto a la vez. Se encuentra en los dos extremos del proceso: como reproductor y como producto» (Féral, 1993: 209).
En esta revolución y transformación de las fronteras entre lo público y lo privado el feminismo ha jugado un destacado papel. La oposición entre vida privada y pública se construye y desarrolla a lo largo de la historia. «El antagonismo entre la esfera íntima y la pública/social [dice Leonor Arfuch] no es otra cosa que un efecto de discursos: reglas, constricciones, dispositivos de poder y de control de reacciones, pulsiones y emociones, que, desde la Edad Media en adelante, no han hecho sino incrementarse, y donde la figura moderna de autocontrol dispensa de intervenciones exteriores más directas» (Arfuch, 2002: 74).
Al reflexionar sobre la idea de que «lo personal es político» el movimiento feminista abrió las puertas a la política de la vida. Las feministas se dieron cuenta muy pronto de que, para la mujer emancipada, la cuestión de la identidad era fundamental. Al tratar de liberarse de la domesticidad del hogar, se enfrentaron a un entorno social cerrado para ellas. Los movimientos feministas innovaron el análisis político al teorizar sobre las relaciones de poder que estructuran la familia y la sexualidad. Estas teorías que vinieron a trastocar y a subvertir la concepción patriarcal y decimonónica de lo público y lo privado se sintetizan en el lema «lo personal es político». Por un lado, las teorías feministas cuestionaron la lógica implantada de que lo público era el ámbito propio de los hombres, y de que lo privado, lo doméstico, era el espacio propio de las mujeres. Por otro lado, la estructura patriarcal convertía el hogar en el espacio de sometimiento y de violencia contra las mujeres. De ahí que el llamado a ventilar los problemas personales que padecen las mujeres y entenderlos como problemas sociales y políticos subvierta y altere las estructuras patriarcales.
A partir de esta creación de conciencia, las mujeres reconocen que sus problemas no son individuales, sino que son parte de una problemática colectiva de las mujeres. La reflexividad ha sido una forma muy útil en este proceso de creación de conciencia. La problemática personal y los problemas de la vida cotidiana entran así en la política y en la estética.
En la medida en que las artistas conscientemente incorporaron aspectos autobiográficos como materia prima para hacer su arte quedaron alteradas las dicotomías vida/arte, público/privado e individual/social. Las artistas también aspiraban a crear conciencia en los espectadores, que se vieran reflejados en esa problemática, que la sintieran suya. María Zambrano señala, en relación con la autobiografía y las confesiones, que los curiosos que se acercan para mirar por una puerta entreabierta con la intención de sorprender secretos ajenos se encuentran con algo que los obliga a mirar su propia conciencia (Zambrano, 2004: 45).
Hoy en día, lo personal está en todas partes, es difícil imaginarnos cuán radicales fueron las acciones de las artistas feministas en los años sesenta. La performance autobiográfica no implica simplemente contar historias y anécdotas personales, sino emplear detalles de la propia vida para iluminar y explorar algo más universal (Kron, 2006). Sin embargo, al indagar sobre los orígenes de la autobiografía, diversas estudiosas descubren y denuncian que desde el Renacimiento el sujeto autobiográfico ha sido concebido como sujeto masculino. El origen patriarcal de la autobiografía ha provocado que, cuando las mujeres quieren hacer su autobiografía, tengan que luchar contra los estereotipos que la cultura les asigna (Smith, 1999: 96). Frente a la narrativa patrilineal de la autobiografía, las mujeres tienen que aprender a descubrir su voz, y la performance les permite un espacio de libertad para expresarla. Giddens señala que «la identidad de la mujer estaba tan estrechamente definida por el hogar y la familia que su “salida afuera” las llevó a ámbitos sociales donde las únicas identidades disponibles eran las que les ofrecían estereotipos masculinos» (Giddens, 1997: 273). Para Della Pollock, la performance es un acto promisorio, no porque prometa un cambio, sino porque atrapa a sus participantes ―a menudo por sorpresa― en un contrato con múltiples posibilidades: imaginar cómo sería, cómo podría ser, cómo debería ser (Pollock, 2005: 2).
Holly Prado, poeta y novelista norteamericana, durante la década de los sesenta tuvo un destacado papel en el movimiento cultural y feminista de California. En 1977 escribió una ponencia sobre el diario y la autobiografía en la que destacaba la tensión entre lo público y lo privado; el cuarto íntimo y el escenario. Prado resalta la importancia de atreverse a tomar riesgos; pasar de ser la mujer que se sobresalta cuando suena el timbre del teléfono a la mujer que está en el escenario. Arriesgarse implica decir todo y ver que cada pequeño detalle, cada amiga, cada comida, cada error y cada hora son valiosos. Hay que atreverse a abrir la puerta que está cerrada y aprender que algunos de los más maravillosos momentos de nuestras vidas emergen al vencer el miedo.
Prado hace un llamado a gozar haciendo arte, pero no un arte para complacer ni un arte adormecedor, sino un arte que despierte. Propone transformar la escritura del diario en arte, en un arte que demuestre que se está viva; crear nuevas formas a partir de los diarios, formas excitantes y reveladoras; sentirse significativas a sí mismas y darle significado a la preciosa y vibrante vida que lleve cada una; hacer arte desde lo pequeño, lo ordinario y lo más profundo. Hacer arte combinando los sentimientos con todo el poder del pensamiento y la conciencia (Prado, 1977). Lo importante es que las mujeres se conozcan a sí mismas, que encuentren su propia voz y no sigan viéndose únicamente en el espejo de la mirada masculina.
Cabe destacar el trabajo artístico de las mujeres artistas, pues el ámbito de la privacidad, el espacio doméstico, ha sido considerado el espacio femenino por excelencia, y en la performance las artistas ponen en escena su propia subjetividad. Si pensamos que el cuerpo es el límite, la frontera entre lo público y lo privado, entenderemos por qué desde la década de los setenta las artistas recurren al cuerpo como espacio de resistencia. Lucy Lippard, destacada crítica de arte norteamericana, señala que «el proceso de destrucción de los mitos que rodean la experiencia y la fisiología femenina parece ser uno de los mejores móviles en la reciente oleada del body art de las artistas feministas» (Lippard, 1976: 138).
En la performance, las mujeres parten de sus cuerpos y presentan la sexualidad desde su perspectiva. Algunas tocan temas tabúes y recurren a una imaginería vaginal; facetas de la corporalidad femenina que han sido escondidas y vistas como algo indecente, sucio y vergonzoso. En la performance, la intimidad se convierte en práctica escénica. Sugiere una forma de praxis corporal que no solo reta la distinción entre experiencia y representación sino que también cuestiona la frontera entre arte y teoría social. El arte corporal femenino es capaz de trascender la dicotomía interior/exterior y se mueve hacia una más ambigua representación del deseo femenino.
Las primeras luchas feministas exigían que las mujeres pudieran salir del ámbito doméstico y contar con los mismos derechos que tenían los hombres: derechos políticos, civiles, económicos, sociales y culturales. El caso de los movimientos de las sufragistas de principios del siglo XX es el más destacado, lo que hoy se conoce como la primera ola del movimiento feminista. En las décadas de los años cincuenta y sesenta surge la llamada segunda ola del feminismo que ondea la bandera de que «lo personal es político». A partir de la década de los setenta se han dado debates sobre la relación entre arte y feminismo y cómo este último ha ido adquiriendo diferentes matices y posiciones. Hoy en día conviven diferentes clases de feminismos: de la igualdad, de la identidad, de la diferencia, esencialista, construccionista, freudiano, antifreudiano y, más recientemente, se habla de ciberfeminismo, pornofeminismo, etc. La crisis de la modernidad llevó al movimiento feminista a replantear sus contenidos y estrategias, de donde emerge esta pluralidad de feminismos.
Hay muchas artistas que hacen performance autobiográfica. Mencionaré el caso de la polémica y controvertida artista mexicana Rocío Boliver, quien aborda temas de la intimidad y concentra sus propuestas estéticas en la crítica a las cargas represivas que viven las mujeres. En 1992, a partir de la lectura de sus textos pornoeróticos, inició su carrera como artista de performance, y adoptó el nombre artístico de La Congelada de Uva por una de sus primeras performances, en la que se masturbaba con un refresco de ese nombre, cuyo recipiente tiene forma fálica.
La sexualidad es para La Congelada la fuente de su estrategia estética. Exhibe su cuerpo desnudo de manera explícita y grotesca, como un reto a la hipocresía reinante. Su trabajo es agresivo y sin concesiones, todo un desafío a una sociedad machista y mojigata donde prevalece la simulación y el fingimiento. Confronta el voyeurismo con un exhibicionismo franco y desinhibido que da visibilidad a todas las partes de su cuerpo, pero privilegia sus órganos sexuales, a los que siempre pone en primer plano. Con gestos desafiantes muestra los senos, la vulva, el ano y las nalgas quitándoles todas las capas de significación que las marcan hasta dejarlas en una carnalidad sin atributos.

Rocío Boliver dice que las mujeres no conocen su cuerpo, que le tienen miedo y por eso son incapaces de gozar sexualmente, de exigir lo que les da placer. La performance tiene para ella un aspecto curativo y de autoconocimiento. Nada más alejado de ella que el pudor, el recato, la pasividad, la sumisión y todos esos «comportamientos propios de una mujercita» que estructuran el arquetipo de la mujer. Exhibe sus genitales para demostrar que no es algo que hay que esconder.
La Congelada explora el deseo desde su ser femenino y este simple hecho le proporciona a su trabajo un carácter disruptivo. Ella pone en jaque las maneras de ver el desnudo femenino y la forma de estructurar el deseo. Cuestiona el sistema dominante de representación del hombre que desea y la mujer deseada. Se presenta como una mujer activa que busca el placer y no como una mujer servicial cuya función es que los hombres tengan placer. Ella satisface su deseo: se masturba públicamente y lo goza, exhibe sus genitales y parece disfrutarlo enormemente.
En su batalla por la visibilidad y como resistencia ante la normalización del deseo, La Congelada se apropia del término ‘puta’, ofensivo y discriminatorio, y lo resignifica de manera lúdica, tal como lo han hecho comunidades marginales con los términos ‘gay’ y ‘queer’. Al apropiarse del término deja de ser un estigma. Este proceso de resignificación tiene un fuerte potencial subversivo. La elección del término ‘puta’ para autodenominarse implica una alteración radical del sistema de valores morales y éticos[2].
A partir de 2012, La Congelada inició una serie titulada «Entre la menopausia y la vejez», una serie de deliberaciones sobre las implicaciones que esta etapa de la vida tiene sobre las mujeres. Rocío Boliver tiene hoy 57 años de edad, y la problemática que la inquieta, la angustia y sobre la que reflexiona es muy distinta de la que hacía cuando inició su carrera en la performance, hace veinte años. Hoy cuestiona la marginación, discriminación e infravaloración por motivos de edad, que en el caso de las mujeres es aún más grave. La sociedad exige a las mujeres estar eternamente bellas para evitar caer en el ostracismo. Para ello se deben someter a una serie de tratamientos y cirugías que oculten los estragos de la edad. Por eso, Rocío Boliver ha decidido burlarse e ironizar toda esta situación de hostigamiento contra las mujeres maduras. Como es su costumbre, lo hace de manera procaz, e irónica, haciendo escarnio de ella misma como una forma de enfrentarse a los valores sociales y la manipulación que ejerce el poder. La fealdad, la enfermedad o la muerte son evadidas y tratan de ocultarse, como si esto no formara parte de la vida misma.
Su planteamiento artístico de provocación consiste en proponer formas para «lucir más joven y alcanzar la eterna juventud». De ahí que en sus performances La Congelada se burle de los tratamientos para las arrugas, de las cirugías plásticas, de los métodos para esconder la papada, para disimular las canas, de las cremas contra las manchas en la piel y de todo aquello propio de la vejez que es considerado indigno y vergonzante. En la imagen se aprecia una de sus propuestas: «la mascarilla rejuvenecedora» que estira la piel.

La performance no es un arte para producir cosas bellas sino que es un revulsivo contra lo establecido, lo normativo y coercitivo. Rocío Boliver encuentra en la performance nuevos lenguajes y códigos para hablar de la menopausia y de la vejez, para hablar de su cuerpo aquí y ahora. «Los artistas han investigado la temporalidad, la contingencia y la inestabilidad del cuerpo, y han explorado la noción de que la identidad se “actúa” dentro y más allá de las fronteras culturales, más que ser una cualidad inherente. Han explorado la noción de conciencia tratando de expresar el yo que es invisible, sin forma y liminal. Han tratado los temas del riesgo, el miedo, la muerte, el peligro y la sexualidad en momentos en que el cuerpo ha estado más amenazado por estas cosas» (Warr y Jones, 2000: 11).
La performance toma vestigios de vida, fragmentos, iluminaciones. No conoce reglas ni verdaderos límites, es una forma abierta. Un boleto del metro, la nota de la lavandería, un recorte de periódico, los ingresos y gastos del mes, todo ello cabe y puede ser el detonador para una acción; no hay ataduras ni demarcaciones que la constriñan. Lo que antes se decía en la confesión ahora se externaliza en la performance. La performance le da un giro radical a la práctica autobiográfica.
En la performance los artistas exteriorizan su intimidad pero no es una exhibición vacía, sin referencia, sino que viene de una reflexión estética y política. No son cuerpos descontextualizados y sin sentido sino que expresan el rechazo a la normatividad coercitiva e impuesta; expresan la marginación de los diferentes y la reivindicación del Otro. En la performance la exteriorización de la intimidad es un ritual, una ceremonia cargada de significados donde lo individual contiene lo social. Es una experiencia transformadora.
*Josefina Alcázar es doctora en Sociología e investigadora del Instituto Nacional de Bellas Artes de México. Ensayo publicado en Efímera Revista Vol. 6 (7), noviembre 2015.
[1] A lo largo del texto cuando diga el artista o los artistas me referiré a las y los artistas.
[2] El 13 de junio de 2011 se realizó en la Ciudad de México «La marcha de las putas», donde cientos de mujeres y hombres exigían un alto al acoso y la violencia contra las mujeres. En la marcha se leían mantas que decían: «No veas putas donde hay mujeres libres», o «¡No significa NO!», o se escuchaban gritos como «Escucha, baboso, yo elijo a quien me cojo». Se exigía el derecho a la libertad sexual y a vivir libres de estereotipos. En México, de enero de 2009 a junio de 2010, fueron reportados en todo el país 1.728 homicidios dolosos de mujeres; la mayoría quedaron en la impunidad. Este movimiento tuvo su origen en Toronto, Canadá, cuando, en enero de 2011, un policía aseveró que «las mujeres deben evitar vestirse como putas para no ser víctimas de la violencia sexual».